jueves, 1 de diciembre de 2011

Zeus, Morrissey, el Universo y todas las películas.

Bueno, el mundo no se detuvo realmente.
Fueron las partículas del tiempo dispersándose entre ellas, subdividiéndose hasta el infinito, lo que generó una suerte de truco bien logrado, de ilusionismo caro, para que el cerebro fantasee. Suerte que estamos hablando de un cerebro romántico. Romántico y cinéfilo, claro, lo que lo hace un poco menos pelotudo, creo.
Las mil y un secuencias fílmicas ralentizadas que éste cerebro había registrado alguna vez, se resumieron para dar sentido a una escena ya no solamente de amor, sino también de película.

Para ese momento, los detalles en cámara lenta competían como campeones por el premio al buen gusto. Las proporciones eran exquisitas, eran simples y sutiles. Eran la prueba terrenal de que, sea cual sea el creador de ese ser, de seguro tenía un máster en Harvard en diseño o ingeniería civil. [Ok, tenías razón, mamá: hasta Dios se rompió el culo en la universidad para llegar a donde llegó]
Y también era una figura colosal. Se le ocurrió que quizás ella era la última y única Amazona. Pero abandonó la idea cuando concluyó que si una de esas criaturas existiese, no estaría en el 159 cagándose de calor a las 2 de la tarde para llegar al correo central.
La cuestión es que este pibe había entrado en trance, en un coma, pero inducido, ojo. Porque apenas percibió el detenimiento de la línea temporal (y se dio cuenta de que la cámara lenta empezaba a dejar a todos con cara de boludos que salieron mal en una foto), hizo un paréntesis cósmico para cambiar el tema que estaba escuchando por "Let me kiss you" de Morrissey. Entonces ya no era tanta casualidad astral, no habían tantos planetas alineados en ese preciso instante como él quería creer. Pero no le importó, porque estaba disfrutando; mirando a esa chica con vestido de florcitas. ¡Cómo le gustaba ese vestido con miles y miles de diminutas rozas! Las hubiera contado todas, solamente por el placer de contemplarlas dándole forma al cuerpo que abrazaban.
Estaba a punto de comenzar con el proceso mental que genera que una persona mire a otra mediante la repetición de la palabra mágica "mirame", cuando la banda inglesa llegó a la parte más realista de la canción. Y se dio cuenta de que no había manera de que la nueva persona más linda del universo, pudiera llegar a notar la presencia tan insignificante de un simple mortal como era él. Se sintió desinflado bajo esta triste expectativa. Pero luego pensó que así estaba bien. Después de todo, quizás estaba frente a la descendencia directa de algún Dios, o a la hija no reconocida entre Zeus y Emma Stone. Nunca lo podría saber con certeza.
Entonces decidió darse por vencido frente a cualquier posibilidad de contacto con ella, cuando el perfil romano de esa perfectísima cara se convirtió en un plano de 3/4 y luego, en un hermoso plano detalle frontal de dos gigantescos ojos que lo miraban. Lo miraban a él. Seguro fue un milisegundo en el mundo real, pero ahí fueron algunos minutos. El cerebro, que solía darse aires de importante, se achicó al tamaño de una nuez y se escondió ruborizado detrás de los ojos para espiar. En cambio, el corazón, se agrandó. Se apoderó de todos los órganos alrededor, haciéndose paso a las trompadas. Y quizás fue por eso que el pibe no podía respirar muy bien y sentía un hormigueo en las extremidades. Claro que tal vez fue una mezcla entre que había salido apurado de la casa sin comer nada, el hecho de que la sensación térmica era de 39 grados y que sufría de baja presión. Pero nuestro héroe dejó de lado todo análisis médico y lo atribuyó todo, una vez más, al destino. Y obviamente, una vez más, se equivocó.
Si hubiera abandonado por un momento esa constante inclinación al romance, se hubiera dado cuenta de que había estado hiperventilando desde que bajaron de la autopista.
Demasiado tarde.
Cuando abrió esos ojos de tortuga que lo caracterizan, tenía casi encima suyo al señor robusto y extremadamente sudado que conducía el vehículo, apantallándolo con un diario de entrega gratuita conseguido en el peaje, con una dominada técnica de darle aire al fuego del asado.

El viaje había terminado y ella se había ido para siempre.

Solo quedaba gente no importante llegando tarde a sus trabajos o corriendo a la facultad.
No conocía su nombre. No conocía su apellido. Intentó recordar el apellido de Zeus, pero luego pensó que si era hija no reconocida, llevaría el apellido de soltera de su madre: ¿sería Stone?...estalló una carcajada interna pero se sintió un boludazo por estar sacando conjeturas cómicas en las situaciones menos apropiadas.
Finalmente, el chofer lo dejó incorporarse y descendió de aquella lata con ruedas que encerraba tanta temperatura. El aire lo animó un poco. Pero rápidamente sintió la desazón al considerarse una más de esas personas no importantes llegando tarde al trabajo. Una equis caminante, perdido en el hormiguero pateado que es la cuidad.

Solo quedaba esperar al otro día o al siguiente, o al que fuera necesario, para que esa lata con ruedas, Morrissey, Dios, los planetas, Zeus, y todas las películas, tuvieran la destreza astral de licuarse y situar a esa semidiosa en frente de aquel mortal.




Autor: Federico D'Alvia


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