jueves, 20 de septiembre de 2012

La guerra del millón de años

Teníamos maneras tan intrincadas de comunicarnos y reunirnos que era prácticamente imposible que alguien pudiera seguirnos el rastro o saber dónde estaba nuestra casa madre. Sin embargo, estábamos en todos lados. Nos aparecíamos de la nada atacando en grupo y era difícil librarse de alguien como nosotros.
Ellos no sabían nada sobre estos códigos. Supongo que los imbéciles esperaban que un día cayéramos solos frente a sus narices. Bueno, definitivamente, eso no iba a suceder. Comenzó una sangrienta batalla que no terminaría jamás.
Lo intentaron todo; desde redes rígidas enormes con las que nos enfrentaban si nos encontraban (que más adelante electrificaron), a gases tóxicos disparados desde enormes cisternas cilíndricas que paralizaban al instante al mejor de nuestros soldados. También solían contaminar nuestra comida con una sustancia tan repugnante y lacrimógena que causó la muerte por inanición de millones de hermanos.
Nosotros no desistíamos, por supuesto, y atacábamos todo lo que más querían; sus hijos, esposos o esposas, e incluso a sus progenitores. Y lo hacíamos en el momento en que menos se lo esperaban: la noche. Éramos como ninjas, y aunque no me enorgullece decirlo, hemos arrasado con familias enteras en misiones estratégicas llevadas a cabo en cuestión de minutos. También los sorprendíamos en celebraciones que mantenían en secreto cuando comenzaba a oscurecer. Pero luego ingeniaron un cerco de poder masivo conformado por un complejo sistema de maderos larguísimos afirmados al suelo, que al activarlos con fuego desde el extremo, generaban un cierto tipo de vaho nocivo, el cual nos era imposible cruzar.
Supongo que de ambos lados obtuvimos nada más y nada menos que lo merecido, pero lamentablemente es claro el hecho de que nosotros nos llevamos la mayor cantidad de bajas. Y no logro sacar de mi mente las miles y miles de imágenes sangrientas que he tenido la desgracia de presenciar. O el espantoso ruido de mis compatriotas morir en batalla, estrellándose contra el suelo durante vuelos heroicos en misiones masivas para obtener comida.
Pero incluso después de millones de años, sigo creyendo y apuesto mi vida en cada vuelo por nuestra causa, la cual creo muy justa. Porque después de todo, sólo exigimos lo indispensable para vivir: alimento. Ese dulce néctar rojizo que llevan consigo a todos lados es lo único que puede mantener con vida a nuestra especie. Supongo que para estos demonios gigantes es igual de importante que para nosotros, pues la atesoran dentro de sí mismos, lo que hace que la extracción demore bastante, ya que debemos aterrizar con cuidado y afirmarnos muy bien para luego comenzar con la penetración de la membrana detrás de la cual se encuentra nuestra salvación.
Pero si bien hemos perdido muchas batallas, puedo asegurar que ganaremos la guerra. Todos los años, nuestro equipo de procreadores desarrollan en colonias extranjeras mejoras significativas a nuestra anatomía. Es notable cómo cada vez somos más resistentes a los golpes de los malditos gigantes. Uno de los avances más recientes fue celebrado con la llegada de una fuerza de élite que vino desde el norte, capaz de intoxicar a los demonios gigantes, hacerlos sufrir para finalmente darles la muerte. Esta delegación regresa todos los años para cuando hace más calor y ha demostrado grandes resultados.
Pronto seremos más grandes, más resistentes y más inteligentes, y estaremos en condiciones de diezmar a su raza por completo. Entonces tendremos grandes establecimientos donde los mantendremos inconscientes, pero con la vida suficiente para que produzcan infinitamente nuestro néctar sagrado. ¡Larga vida a los voladores! tttsssssssmmmmmmmm